jueves, 16 de abril de 2009

La Ciudad de los Dioses

La verdad es que si no fuera por mis amigos, creo que ni siquiera hubiera sobrevivido a la adolescencia. Cuando hablé sobre mi viaje por primera vez la más preocupada, incluso más que yo, era mi amiguita Mariela, me llamaba cada 10 minutos para que recordarme alguna cosa que seguramente ya se me había olvidado y así es como conocí a Alejandro, un estudiante de doctorado en Ingeniería Civil de la Universidad Nacional Autónoma de México, al que Mari había conocido cuando vino a hacer su postgrado a este país y al que ahora le habían encargado la engorrosa tarea de cuidarme. Alejandro, que por supuesto ahora también es mi amigo, pasó a buscarme muy temprano en la mañana para adelantarnos a la caterva que a diario visitan las famosas pirámides de Teotihuacán.


Hora y cuarto de viaje por una amplia carretera cercada por agaves, al mejor estilo de una road movie cruzábamos por un paisaje desértico mientras escuchábamos “Pump up the Jam” de Lost Fingers. Alejandro me hablaba de su vida y yo le hablaba de la mía, hablábamos de como conocimos a Mariela y de por qué en este lugar los taxis al igual que los uniformes de los policías eran tan múltiples y variados. Ansioso por recibir mi primera carga en este místico lugar me apliqué un poco de bloqueador, ya que el dios Sol había hecho de las suyas el día anterior y no quería darle papaya para que hoy me agarrara de botana.


Como íbamos a necesitar fuerzas para todo lo que había por recorrer, nos detuvimos a desayunar en un local cercano, donde nos ofrecieron una gran selección de escamoles y michicuiles, chiles en nogada, chamorros y sopa azteca. Finalmente nos empacamos unos tlacoyos que son como unas masitas rellenas de pasta de fríjol y unas quesadillas de maíz azul.


Las entradas a las pirámides son más costosas para extranjeros, así que poniendo mi mejor acento manito me hice pasar por un norteño más mexicano que el maguey. No estoy seguro si mi pobre actuación convenció al guardia de seguridad o simplemente se divirtió tanto viéndola que finalmente le cobró a mi amigo Alejandro 2 entradas de local.


Los chococrispis del desayuno, tronaban igual que cada paso que daba sobre el mismo suelo que habían pisado los olmecas y toltecas, debido a las diminutas piedras volcánicas que se encontraban bajo mis pies, pero cuando erguí la cabeza el tiempo se detuvo, ya no había más ruido, ni brisa, ni pájaros, era como si alguien le hubiera puesto “mute” a mi película y comencé a sentir cómo se me petrificaba el cuerpo al tener frente a mí, a la imponente Pirámide del Sol, toneladas de piedra y adobe levantadas en perfecta simetría con el universo hacían que casi pudieran oírse emerger de la tierra los cánticos milenarios de las tribus aun desconocidas, clamando y orando a Tláloc, el dios de la lluvia.


Cómo un chamaco que sube hacía el tobogán de la piscina, corrí a alcanzar la cúspide de la enorme edificación y al voltear, toda la vista del valle se reflejaba en la pequeña lágrima que resbalaba por mi mejilla, era sobrecogedor, como estar en la cima de un mundo extraterrestre. Levanté mis brazos hacia el cielo y como si acabara de cortar la cabeza de un Highlander, comencé a recibir toda esa energía que venía del cosmos. Después de eso tuve que sentarme un rato para asimilarlo.


Mientras íbamos por la Ciudadela en dirección a la Pirámide de la Luna, escuchábamos el rugir de los jaguares y el agudo chillido del águila en las creativas artesanías de los nativos. Subiendo de dos en dos los pequeños y empinados peldaños de la pirámide donde se honraba a Chalchiutlicue, el sol comenzaba a castigarnos como un papá regañón, pero enseguida el viento como la mamá alcahueta, acudía a refrescarnos.

En un trayecto más largo atravesamos la Calzada de los Muertos hasta llegar al Templo de Quetzalcóatl (La serpiente emplumada), donde en un número menor de escalas, llegamos hasta donde se divisaban los tallados sobre piedra de las deidades del pasado que hacían de este lugar, la Ciudad de los Dioses.

Luego de un corto recorrido por el museo regresamos a casa sedientos y agotados, pero con la fuerza vital digna de un supersaiyajín. Meditábamos en silencio sobre el misterio que rodeaba al Teotihuacán y nos preguntábamos quién, cómo y por qué, levantaría tan monumental estructura antes que los mismos Méxicas pisaran este suelo. La noche comienza temprano, a lo mejor las respuestas se dibujen en mi sueño, ya que a primera hora de mañana comienza mi viaje hacia el Chichen Itzá.


2 comentarios:

  1. QUe nota de viaje rick....me gusta tu blog, me ayuda a inspirarme para escribir, y colocar lugares que antes no tenia en mi lista de viajes para visitar!

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  2. Mil gracias por tu comentario Mariver

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