jueves, 16 de abril de 2009

Internacionalizándose

A las 6 de la mañana sonó el despertador humano cuya descripción más acertada sería la de un papá noel en sus horas de agonía. Se trataba de Mr. Smith, un gringo de larga barba blanca cuyo más destacado tic, consistía en levantarse temprano a aflojar su flema a punta de carraspera, cosa que no necesitaba traducción para despertar de manera abrupta y al unísono a todas las nacionalidades que allí nos hospedábamos, exceptuando tal vez a un par de hindúes que dormían todo el día y toda la noche, de no haberlos visto con mis propios ojos levantarse una vez al baño, hubiera pensado que estaban muertos.


Esperé a que mi amigo de Dinamarca, cuyo parecido a Animal el de los Muppets era sorprendente, saliera de la ducha. Como siempre, bajé a prepararme mi desayuno el cual podía ser o chococrispis, o tostadas con mermelada, después de todo no se podía pedir desayuno buffet por 12 dólares la noche. Me encontraba viendo mapas con una australiana cuando de pronto la oí, una dulce voz con el ceceo propio de la Península Ibérica, llegó hasta mi oído como el olor de la mi el llegaba a las fauces de Winnie the Pooh. Una hermosa catalana de cabellos dorados y ojos como cebada recién cortada que había ganado una beca para venir a trabajar en la Casa de la Cultura Catalana en México. Ella con su sonrisa picaresca y yo con mis metáforas mordaces tuvimos química de inmediato. De ahí en adelante a donde iba el uno el otro lo seguía, fuera en bicicleta o a pie, hacia el norte o hacia el sur, hasta se mudó a mi camarote y cuando ella cerraba los ojos, yo comenzaba a roncar.


Cogimos la glorieta del ángel pero esta vez en dirección contraria, pasamos de lado el monumento de Diana la Cazadora y a la Torre Mayor, el edificio más alto de la Ciudad de México. Continuamos derecho hasta el Bosque de Chapultepec, que en buen nahuátl (Una de las 60 lenguas que aun podemos encontrar en México) significa “Saltamontes”. A la entrada, un enorme semicírculo nos daba la bienvenida y abriéndonos paso por niños de caritas pintadas y los puestos de chicharrones, llegamos a donde el sol lograba filtrarse por entre las ramas para mostrarnos las hojas secas que había dejado la primavera. Patos y cisnes chapoteaban en las verdes aguas de un lago que pareciera hecho con témperas, lago que contrastaba mágicamente con una fuente de gotas tan brillantes como las estrellas, que reventaban en un big bang líquido dando a luz a diminutos arcoiris. El Castillo, actual Museo Nacional de Historia, el Museo de Arte Moderno, el Museo Nacional de Antropología, y el Museo Tecnológico, estaban esperándonos como modelos a punto de iniciar una sesión fotográfica.


De regreso decidimos almorzar en el Sanborns del Paseo de la Reforma, que al contrario de un centro comercial con restaurante, se trata de un restaurante con una extensa zona de shopping. Mientras ordenábamos un señor reconoció el acento europeo de mi amiga y se instaló plácidamente en nuestra conversación. Se trataba del Señor Pérez-Allende, un Mexicano de padres Catalanes que en los últimos 40 años no había faltado ni una sola tarde a su cita con el café de Sanborns. Nos contó como viajó por el mundo jugando a la Pelota Vasca y como conocía Barcelona, la ciudad de mi amiga, como la palma de su mano. Y de un momento a otro, entramos a una discución algo bizarra:


A la mesera: - Señorita, me regala un pitillo con el agua? Dije yo.

- Aquí no se puede fumar, dijo él.

- No, no quiero fumar, es que el agua de tamarindo tiene mucho hielo y me resultaría más fácil tomármela con un pitillo.

- Ah! Lo que tu quieres es un popote!

- No gracias, yo ya fui al baño.

- No hombre! es que aquí le decimos pitillo al cigarrillo y popote a lo que tu buscas.


Luego de aquel nuevo bochornoso episodio, regresamos al hostal a descansar un poco y el padre de Mirza, nuestra joven hospedera, nos estaba esperando con unas cervezas León bien frías en su bar, El Candelario.


Durante esos días recorrimos las diferentes calles del centro del DF en bicicleta, hasta que en una tarde calurosa se atravesó en nuestro camino, aunque ustedes no lo crean, el Museo de Ripley, que nos transportó de inmediato a aquellos días cuando veíamos en la televisión vespertina esas sorprendentes historias alrededor del mundo. Como si fuera poco, junto a éste por la misma calle Hamburgo se encontraba el Museo de Cera, donde tuvimos la oportunidad de posar al lado de las más célebres personalidades del mundo contemporáneo. Nuestros héroes, nuestros antihéroes, las personas a quien admirábamos o las que detestábamos, todos vulnerables ante los flashazos de nuestras cámaras y nuestros traviesos gestos.

Ya cuando el cielo Mexicano sacó su manto negro, decidimos agarrar un tour para la Plaza Garibaldi, famosa por los amantes que por décadas se han juntado allí, para escuchar sus historias en el violín, las trompetas, el guitarrón y la voz de un mariachi. Dado que la plaza se ha vuelto un poco peligrosa desde que la gente del barrio bravo se ha ido corriendo paulatinamente a hacer sus negocios turbios para acá, nos metimos por seguridad a un legendario bar conocido como “El Tenampa”, donde disfrutamos de una noche cargada de bailes típicos, serenata ranchera y hasta una pelea de gallos al calor de un poderoso Tequila.


Y aunque la estamos pasando de fábula se acerca la hora de la despedida, ya que pronto tendremos que dirigirnos a nuestro objetivo principal, nuestra zona de recarga, las ruinas de los Imperios Mayas y Aztecas, será mejor irse a descansar porque mañana no sabremos donde despertaremos.


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