jueves, 16 de abril de 2009

El primer día de escuela manita

Me levanté con la pila tan cargada como la de mi cámara, me puse la pinta reportera y monte la bici turística como si fuera una Harley Davidson. En el ipod “Over and Over” de Hot chip, en el bolsillo de atrás un mapa de la ciudad y al frente mío, un Distrito Federal listo para ser devorado por el lente de mi cámara.


Comienzo por el Ángel de la Reforma donde hay que tener cuidado al cruzar, ya que es la única glorieta de doble sentido que conozco. En este lugar descansan los restos inmortales de los que dieron su parte mortal al sueño de independencia del verde, el blanco y el colorao. Subo hasta sus alas y comparto la envidiable vista de una ciudad de 25 millones de habitantes que cada día se apegan más a ella. Sigo por los holgados andenes del Paseo de la Reforma donde las titánicas edificaciones se convierten en el público de mi desfile privado, sonrientes me ven pasar mientras pinto de violeta a los transeúntes con los pétalos de jacarandas que al paso levanta mi bici.


Paso al lado de la Palmera y la Torre del Caballito y estando a punto de llegar a la Glorieta del monumento a Cuauhtémoc, mi bici me recuerda que no es una bicicleta todo terreno ni mucho menos una bicicross y estalla en cólera por su parte de atrás, dejándome a la merced de una sola llanta. Lejos de mi hostal y sin conocer la ciudad, comienzo a preguntar quién, en un fin de semana de puente, podrá parchar mi humilde neumático y en aquella búsqueda encuentro a un chiquito pero robusto mexicano que al lado de su pequeña novia sufre del mismo mal.



Todo el mundo me había advertido sobre los peligros de hacer turismo por mi cuenta en el DF, Óscar, un maestro de escuela que venía desde el norte a disfrutar de la ciclovía en compañía de su novia, estaba aquí para demostrar una vez más que no todo el mundo es malo. No sólo me acompañó hasta el montallantas de bicicletas sino que además insistió en pagar por el arreglo como si se sintiera responsable.


Me llevaron en dirección al Zócalo como si fueran mis guías personales. Pasamos por la Alameda Central y el Palacio de Bellas Artes, me contaron como Pancho Villa había almorzado en el Sanborns de los Azulejos y como la iglesia de La Profesa se estaba hundiendo cada año desde el terremoto del 85, me llevaron a ver cómo 400 soldados trataban de domar la salvaje bandera que ondeaba con el viento de las 6 en la Plaza de la Constitución y me hicieron decir una oración ante el Cristo Negro de la Catedral Metropolitana.


Absorto ante tanta belleza decidí invitarlos a un helado y abriéndonos paso entre el Templo Mayor y las miles de joyerías, logramos encontrar un cafetín donde en letras de oro resaltaba un platillo “TORTAS DE JAMÓN”, la boca se me hizo agua como cuando escuchaba al chavo pedirle al “maistro longaniza” una de estas y para acompañarla, una agua fresca de Jamaica.


Finalmente al caer la noche me escoltaron hasta mi hostal y despidiéndose en un fraternal abrazo, Oscar y Sandra partieron hacia sus hogares, deseándome una feliz estadía en su país. Cuando lo piensas, es increíble la cantidad de gente que nunca llegarás a conocer, pero te sientes agradecido por la poca que logras tocar en el camino, estoy ansioso por saber, a quien conoceré mañana.



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